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EL NUEVO ZURBARAN

ALEJANDRO MONGE O LA OBSESIÓN DEL CONTRASTE 

Alejandro Monge lleva a una carrera fulgurante: ha logrado, en muy poco tiempo, crear un puñado de imágenes que lo definen: rostros poderosos, turbadores, inscritos sobre un fondo negro. El conjunto, de entrada, hace pensar en el barroco y se aproxima a un hiperrealismo que no excluye lo sombrío: a veces sus cuadros, resueltos en óleo sobre lienzo, hacen pensar en la fotografía de Pierre Gonnord, por citar un icono que muchos empezamos a reconocer, aunque sus fuentes hay que buscarlas en la pintura, en Zurbarán, por ejemplo, en Francisco Pradilla e incluso en maestros más contemporáneos como Antonio López. 

A veces, la obra de Alejandro Monge tiene algo de trampantojo: aparenta ser una fotografía, trabajada hasta sus últimas consecuencias en la textura y en el contraste (dice Alejandro: “uno de mis vicios es el contraste. Me gusta mucho, lo busco, me define”), pero en realidad es una pieza al óleo, meditada, de ejecución parsimoniosa que puede prolongarse hasta los dos meses. Es una pintura con tiempo que aspira a la perfección, a crear una nueva imagen de la realidad, y que pretende crear un auténtico ‘artefacto’ pictórico, con las cualidades de la pintura. 

Alejandro Monge lleva en el arte poco más de tres años. Un día le dijeron –quizá fuera su propio padre, Jesús Monge, decorador y aficionado en otros tiempos a los tonos obsesivos del negro- que debería abrazar los pinceles: darse una oportunidad. Medirse consigo mismo. Desplegar los talentos naturales. “Déjalo todo y ponte a pintar”, le dijo. Y lo ha hecho: ha asistido a clases de dibujo con Mariángeles Cañada durante seis meses y luego ha trabajado en su estudio. En este tiempo ha hecho muchas cosas: un autorretrato paterno, una serie de fumadores o de volutas de humo que avanzan y se enredan y se expanden en el aire, y ha hecho algunos experimentos con la escultura. En todo este tiempo, su obra no ha pasado inadvertida: ha sido valorada, seleccionada y expuesta, y ha llamado la atención por su personalidad. Por sus investigación, por su  búsqueda. Y por el torrente del negro, que es cuna, refugio y laboratorio de formas. Alejandro dice que es su color favorito: durante algún tiempo vivió en habitaciones pintadas de negro, a pesar de que no le atrae lo siniestro ni pertenece a ningún grupo gótico. 

Un retrato siempre es un ejercicio complejo: trascender un rostro y transformarlo en materia artística, sujeta al modelo y a la vez independiente de él, no es nada fácil. Alejandro lo logra. Y he aquí la prueba: cuida los detalles, los gestos, los rasgos, cualquier matiz: desde una ceja que se enarca bruscamente hasta el intenso carmín de unos labios, desde la fuerza de unos ojos a la caída, hilo a hilo de oro, del cabello. Sus rostros tienen belleza y energía, pero también pueden ser desdeñosos, desafiantes; pueden expresar estupor, desgarro o pérdida. En su obra no hay nada complaciente: por ejemplo, la pureza y el candor de una niña pugnan con el instinto de los doberman, tan amenazantes, sobre una atmósfera oscura, que resalta los ojos de los protagonistas; las miradas parecen de acero o de hielo, hay como una contracción, una perplejidad, ira contenida. O puede haber también, cuando el rostro parece algo más ensimismado, un rasgo místico con la concentración y el tránsito inefable de un monje. La luz moldea el rostro en el centro del cuadro, lo moldea y lo ciñe, resalta su personalidad y su energía, que parece indómita. Ni en sus retratos de mujeres asistimos a un manifiesto de suavidad. Quizá haya una mayor contención de la inquietud, pero siempre hay algo desapacible. Que hiere, que inquiere o que duele. 

Además de esos retratos, expresivos y turbadores, Alejandro Monge ha hecho otras series: paisajes. Paisajes de cielos, más bien tenebrosos o crepusculares, como de un romanticismo tan misterioso como sombrío, y paisajes de bosques tras la nieve. Paisajes de nieve pintada. Los primeros, casi en formato panorámico, aluden a la pintura del siglo XIX, a Caspar David Fiedrich, quizá, a esos mundos de tinieblas donde todo es posible: el miedo, el sueño, la fantasmagoría, la irrupción de criaturas de pesadilla, el pausado movimiento de la luna entre dramáticas nubes. Y también evocan algo que Alejandro desarrolla con más énfasis en la escultura: la fragilidad, la fugacidad, la penumbra. La estación otoñal y anímica de la incertidumbre. En los segundos paisajes, que parecen realizados como a carboncillo, el pintor busca la depuración formal: elabora lo máximo con lo mínimo. Sugiere. Y abre la puerta hacia el más allá, hacia un mundo desconocido, que acaba de ser visitado por el temporal o por la nieve. Y luego, tras las inclemencias, recupera la serenidad. En ese territorio tan literario, casi de cuento de hadas, Alejandro se mueve a su antojo. Parece preguntarse: ¿qué habrá allá, en el interior, después del claro del bosque? ¿Cómo sonarán las pisadas del paseante sobre la alfombra de hojas y matojos? Casi da la sensación de que invita a entrar con el lobo, con las inconcretas alimañas, con la melodía del silencio sibilante. A Alejandro Monge le encanta contraponer la oscuridad con el fulgor de la nieve sobre los pinos. E incluso le encanta sugerir otra idea: el bosque, varado tras el temporal, está muerto. Inmóvil. Inerte. Encadenado a la región del sortilegio.

He aquí un artista con un gran porvenir. El retrato es más exigente y demanda un ejercicio plástico de abstracción y de matices expresivos; el propio artista señala que el retrato coarta, despierta una tensión especial que va más allá de la dificultad. En el paisaje el pintor parece reposar. Experimenta, juega, evoluciona casi sin percatarse. Se divierte. Y eso también se ve en sus desnudos de mujer, que abren otra veta de inspiración y de búsqueda.

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